El bello misterio de la meditación
Ni siquiera la forma que observamos de nosotros, tan íntima como hermosa, es el reflejo completo de lo que somos. Mucho más supone lo que nos brinda la realidad interior. Tanto, que captar apenas en algo su intensidad nos eleva al momento sin tiempo, sin mácula, del despertar. Todo lo observado es lo que somos. Y esa aprehensión se trasluce en el desapego hacia el fenómeno maravilloso. Mucho más es lo que brinda vivir en la estela del estar siendo, sin nada que tomar como nuestro y, en consecuencia, sin nada que nos cueste dejar. La meditación por ello, es indescriptible, porque en ella hay un nacimiento constante, donde la admiración del descubrimiento propio, de la grandeza del corazón que se deslumbra y emociona con el ser que le respira, y la fluidez de esta respiración que se deja ir y no se aferra a engrandecer o ilusionar lo vivido, forman la simbiosis de una perfección entregada al instante que, gozosa y generosamente, dejamos marchar hacia un regreso que envuelve. El meditar, como comprendió el maestro Tozan, “es inocente y misterioso, ni siquiera pertenece a la ilusión o al satori [iluminación]”. Tan íntimo como no nuestro, así es el regalo que nos enseña la conciencia atenta a su misterio. Un vendaval de libertad que acoge al espíritu y lo serena, conduciéndolo al centro de su infinitud.
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