El ahora

El presente es una nube que pasa. Así lo experimentó Buda, así podemos experimentarlo nosotros cuando meditamos, es decir, cuando vivimos completamente en el ahora. Tal vez –en ocasiones- la realidad se entrecruce con los sueños y el pensamiento desatienda la atención que la vida notifica. Pero siempre hay momento en que uno puede darse cuenta de ello, dejando de alimentar esa estancia paralela de los pensamientos inacabables, que consumen nuestra energía y nos separan de la conexión con la vivencia exacta de los objetos de la experiencia. Siempre hay un momento que representa un comienzo: el principio de la consciencia plena. Sin que el ego obstruya la experiencia, donde el yo realmente pueda sentirse unido con lo que es, dejando ya de lado la identificación con lo que quisiera ser o con lo que deseara que aconteciese a su ser. Entonces –cuando el ser es vivido en la simultaneidad de su ahora- se halla la plenitud, el equilibrio, la realización completa, esto es, a la que no le falta nada.

¿Qué le puede faltar al ser si siempre ha de ser completo por sí mismo para que realmente sea? Es su necesidad ontológica. Y experimentarlo así supone la prueba intransferible –acaso mística- de su existencia. Siempre está ahí el ser, si lo miramos fijamente en el interior. No le falta nada, es el punto infinito que brilla en el espíritu y que da vida al corazón. Es un conocimiento vivido. Se vive en el ahora. Posiblemente la forma más bella y verídica de conocer. Tan bello que se difumina como un puñado de arena –en unos segundos- entre las manos. Hasta que volvemos a tomar otra porción de arena; y el ser se vuelve a hacer presente. Ahora. Esa es su magia, su misterio. Tan real y palpable como la vida, que no deja nunca de asombrarnos.

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