La concentración de la mente
La mente acostumbra a vagar en sus pensamientos, generando actividad, movimiento. Una fuerza, un impulso, quizá llegado del karma, mueve la mente avivando una trayectoria que, como al pedalear un rato la bicicleta y después soltar los pedales, sigue su curso por sí sola. Entonces, si además el trayecto se torna cuesta abajo, el pensamiento, como la bicicleta, se nos vuelve ingobernable, el impacto del freno repentino podría ser desastroso. La mente genera y genera nuevos impulsos, dialoga con ellos, se involucra constantemente en esos monólogos interiores que sacuden la quietud mental, quietud ausente en ese nivel, pero presente en lo más profundo (lo subyacente). El pensamiento es regenerador. Un solo pensar sobra para poner en marcha todo el engranaje del movimiento mental, un nuevo impulso y la velocidad aumenta, el discurso se recobra. Entonces, ¿qué hacemos para instalarnos en la quietud sin conflictos de este tipo?
El silencio mental, estable, supone un trabajo excepcional, pero de inigualable valor cuando se logra. La primera regla es no entrar en lucha con el pensamiento, no formar la dualidad ruido-silencio, no mantenernos en ese combate infructífero. Hay que vencer la dualidad. No es necesario ese diálogo represivo con la mente.
Razonable es, ante ese desequilibrio, encontrar un punto de equilibrio, una base sólida hacia la cual llevar toda esa energía mental. A esto se llama concentración, dhârâna, en sánscrito; que llevará, según Patañjali a la meditación (dhyâna) y a la absorción profunda (samâdhi), cuyo perfeccionamiento y uso apropiado de cada uno de ellos es llamado: samyama, control mental. (Yoga Sutras, III, 4).
Y un punto (objeto) básico que observar es la respiración, el aliento. Algo que sucede sin que nosotros lo provoquemos, siendo, por tanto, una energía espontánea, como la vida misma. La respiración tiene un ritmo, una vitalidad musical. Un suceder coordinado, inteligente. En el texto budista-taoísta T’ai-yi Kin-hua tsong che (Tratado de la Flor de Oro del Uno Supremo) leemos lo siguiente: “Sin hacer rítmico el aliento resulta imposible alcanzar el secreto más profundo”. La energía generadora de pensamientos nos distancia del aliento y observamos luego que el ritmo pierde su armonía. Al observar el aliento, al hacernos uno en él, recordamos su ritmo latente, ese manantial de paz sobre el cual reposamos la mente. Leemos también en el Tratado citado: “Tras un trabajo consecuente de cien días, la luz se vuelve pura: entonces puede emprenderse el trabajo con el Fuego del espíritu”. En este texto se nos dan dos objetos de concentración: la respiración (como base) y el entrecejo (como centro al que enfocar la energía, “campo de fuerza y de luz”). Ya sea el entrecejo, el corazón, todo el cuerpo, todos los chakras, de forma simultánea o escalonada, de forma selectiva o enfocando la concentración en el punto que se manifieste en forma de dolor, sensaciones, percepciones, etc. La clave de esto es la capacidad que tenemos para ser dueños de nuestra propia energía y que no sea ella la dueña de nosotros. Entender la capacidad propia –con la atención- de establecer el foco, y reposar ahí, penetrando –conociendo en profundidad- la vasta intensidad de luz que el foco desvela. Actuar al observar, al apuntar la mirada, pero ser pasivos en el proceso de observar, como espectadores. Activos al impulsar el arco. Pasivos al mirar el recorrido de la flecha.
Con la respiración enfocada en atención constante (la acción de la no-acción), dejamos de reimpulsar el movimiento del pensamiento (de la distracción) y mantenemos su quietud controlando los impulsos mentales, sin forzar, recordando solamente -cuando perdamos la atención- que debemos volver a establecernos ahí, en la quietud enfocada. Así el silencio mental se convierte en un bálsamo de paz absoluta, de dicha meditativa capaz de desvelarnos nuestra naturaleza original, de llevarnos a ella. La contemplación permanente, como se nos advierte en el Tratado de la Flor de Oro, es fluida y sutil: “La contemplación fijante es necesaria: produce la fijación de la iluminación”. Fluida y sutil, su centro es la libertad más pura, una libertad inteligente, es decir, amorosa. “Por eso [leemos en este Tratado] los discípulos deben tender a ello con corazón sincero”.
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