El país de las lágrimas
En "El principito", el libro de Exupéry, leemos una
frase llena de realidad, que forma parte de la vida: "Es tan misterioso el
país de las lágrimas..." El dolor tiene lugar en nosotros y nos desvela un
trasfondo de amor, de sentimientos. Todo sentir se enraíza con la vida,
intensifica la vida, la hace real, a veces, insoportablemente real. El país de
las lágrimas, sin embargo, no es una región oscura, sino necesaria, vital. El
dolor nos hace humanos, frágiles, susceptibles, nos muestra que no somos inmunes,
y que la vida, como el sol más radiante y poderoso, también puede quemar. El
dolor es una experiencia del cuerpo y también lo es del alma, como tal
experiencia no se puede negar y está ahí para ser vivida. En realidad no
hacemos otra cosa más que dejar que las cosas sucedan, somos espectadores de
una obra que se desarrolla en nuestra sangre, huesos y células y no podemos
desechar ninguna parte de la obra, porque todo forma parte de ella. Si borramos
de una película los instantes dolorosos y dejamos sólo los felices sería imposible comprender o valorar esos momentos felices y tener una visión clara
de la totalidad.
Se dice que el dolor es inevitable y el sufrimiento opcional. En
cierta medida esto es así, pero conlleva una comprensión, una sabiduría implícita
para permitir que el sufrimiento sea opcional. El sufrimiento es una fuerza
psicológica, emocional, ligada al ser, al alma. El sufrimiento viene a alguien
y ese alguien, en lo más profundo, es verdadero. El sufrimiento no sólo viene
al ego, al sentimiento de ser uno separado y limitado, sino que arroja al ser
la necesidad de trascender esa separación y esa limitación. Y esa experiencia
ha de ser vivida para llegar a abrazar lo que somos realmente.
Una vez que el
sufrimiento nos deja su comprensión, su valiosa enseñanza de trascendencia,
puede que cada vez sea más opcional volver a él, pero también su regreso amplía
nuestra perspectiva y la comprensión se va haciendo más estable y clara.
Teniendo en cuenta, como dijimos, que forma parte de una experiencia que en sí,
no es buena ni mala, como el placer o la felicidad, sino sencillamente una
experiencia que hemos de observar, sentir, atestiguar. Podemos ser testigos de
nuestro apego al sufrimiento y de la inutilidad de este apego, podemos ver que
aquello por lo que lloramos esconde un trasfondo de belleza, arropa a un alma
sensible que no puede evitar su compasión y sus lágrimas. Podemos darnos cuenta
de que hay un espíritu, un alma, que vibra y que se busca, que mira al fondo y
que siente, que busca un sueño o un muñeco perdido –como un niño que para él
es lo más importante. Podemos sentir que aquello que buscamos con tanta
intensidad y por lo que lloramos a veces, es uno mismo. Y desde ahí, la
experiencia de la unidad, de lo ilimitado, de la no separación, cobra una
fuerza desbordante cuando descubrimos el motivo de las lágrimas, más allá de la
apariencias, al ver que este motivo es el romance del ser, el juego del encuentro
con lo que somos realmente.
El mundo y yo mismo somos una única totalidad, el
país de las lágrimas y el país de las risas, del goce, de la paz y de la dicha
son el mismo país, la misma patria que se erige con una sola bandera: el amor.
Y entonces nuestro camino tiene un sentido, las lágrimas tienen un sentido… Y
de pronto el cielo se despeja, las nubes y la tormenta dejan paso al esplendor
de la luz y de la claridad y uno descubre que el sol del amor siempre estuvo
iluminando, incluso a través de la luna y de las sombras, la más bella canción
que jamás pudo cantarse: la canción del alma, del alma pura e inocente que un día
lloró porque creía que no se encontraba, que se hallaba perdida, hasta que
descubrió que su presencia y su esplendor trascendían todo tiempo y tormenta, y
que siempre ha sido evidente esa luz sin nombre y verdadera llamada ser o amor.
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