El silencio se esconde entre las ramas como una brisa de aire misterioso. Mi voz lo busca pero no responde. El silencio solo sabe de silencios, pero en esa callada respuesta los sentidos despiertan y los misterios que guarda el corazón resuenan y hablan. El silencio me abraza como un soplo de amor habitando el espacio de presencia. Una presencia que es luz, profunda verdad que no clama palabras para sentirla dentro. Solo un susurro, como una hoja llevada por el viento que el aire acaricia.
Cuando la mente se rinde, y ya no busca nada a lo que asirse constantemente, experimenta el gozo del silencio, descansa en él sin nada más que quiera alcanzar. Y ahí, rendida pero victoriosa, encuentra al fin su plenitud.
Habitualmente vivimos en el hacer y ese hacer no tiene fin, y parece quedar muy lejos un espacio interior que encuentre plenitud, satisfacción y realización. Podemos preguntarnos si existe un lugar en nosotros donde pueda resplandecer una quietud natural, una quietud espontánea, que sea fácil de llegar a ella. La respuesta es que sí, que ese lugar en nosotros existe. Hemos de sentir que esa quietud natural existe, aunque apenas la percibamos. Podemos visualizarnos de alguna manera en ese estado idílico, libres de los pensamientos habituales, de esa marea de distracciones, juicios y elucubraciones que a menudo perturban nuestra mente y nuestra paz. Y al visualizar ese estado de paz en cierto modo empezamos a intuirlo, a sentir su presencia, nos empezamos a aproximar a esa gozosa paz que en el fondo tanto anhelamos, aunque parezca que estamos muy lejos de ella. Y así, podemos empezar a saborear, simplemente, nuestra respiración natural, dejando de lado, aunque sea unos segundos, los pen
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