La quietud que todo lo sana
Hay un momento en el que ya no queda nada por hacer. Donde el pensamiento se cansa de girar en círculos y el corazón, extenuado, deja de buscar. Ese momento, lejos de ser una derrota, es una puerta. Es la entrada silenciosa al espacio donde todo se ordena de nuevo.
En esa quietud, sin esfuerzo, empieza a emerger algo más profundo: una inteligencia sin palabras, una calma que no necesita explicación. No es que el mundo cambie; cambias tú. Y al cambiar tú, tu mundo se vuelve habitable. Sueltas todo lo que no necesitas, te vuelves más vacío y ligero, dejas que el ego se transforme en un testigo silencioso, en una presencia serena.
A veces creemos que sanar es entender, explicar, arreglar. Pero lo que más cura no es el análisis, sino la presencia. Estar sin juicio. Estar con lo que hay. Estar sin querer que sea distinto.
Dejar que la emoción se despliegue y se disuelva por sí sola, sin que el ego la manipule. En ese acto de presencia amorosa, las heridas encuentran su cauce y la mente, acostumbrada a batallar, se rinde por fin a la vida.
No hay método más poderoso que aprender a quedarte contigo mismo. Sin ruido. Sin prisa. Sin necesidad de mejorar nada. Ahí sucede la alquimia.
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