Todo es espontáneo



Hay en el fondo de toda búsqueda espiritual una trampa sutil: la ilusión de que somos sujetos autónomos que pueden alcanzar la verdad, apropiarse de ella y hacerla suya. Pero, hemos de darnos cuenta de que no somos el centro desde el cual emana la experiencia; somos, más bien, la expresión momentánea e impersonal de una totalidad que no se deja poseer.

Pensarse como dueño de la propia existencia es aún moverse dentro de los límites del ego, ese artificio que se aferra a la idea de control. Pero la vida verdadera —la que fluye sin nombre, sin medida, sin propósito— no obedece a ese yo construido. Ella se vive a sí misma a través de nosotros de forma espontánea. 

De ahí que el despertar no consista en alcanzar algo nuevo, sino en deponer el artificio del dominio. No se trata de ganar claridad, sino de dejar de interferir. Cuando el yo cesa de imponer su narrativa, la vida revela su unidad silenciosa, más allá de la dualidad entre sujeto y objeto.

Habitar esta comprensión no es retirarse del mundo, sino habitarlo sin apropiación. Es actuar sin autor, vivir sin acumulación, ser sin necesidad de un “yo” que reclame protagonismo. En ese anonadamiento del ego —no como negación, sino como disolución en lo universal— empieza una forma más alta de libertad: aquella en que ya no se vive, sino que se es vivido.

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